Hipnótica y cautivadora, reiterativa y agotadora. Un ‘tour de force’ cuya mirada es imprescindible para entender un pueblo a través de los relatos heredados. Su reflexión, necesaria en torno a la memoria y el cine.
Pareciera imposible, en la coyuntura cinematográfica actual, que un filme como “Atanarjuat: La leyenda del hombre veloz” llegara algún día a la pantalla, al público de las salas. Ya supone un milagro que haya superado su confinamiento a los círculos más académicos, en general, y antropológicos, en particular. Sin duda, la Cámara de Oro con la que fuera galardonada en el Festival de Cannes de 2001, ha sido una inestimable ayuda para, finalmente, verse estrenada en nuestro país nada menos que ocho años después de su finalización.
Y a priori, hay mucho de cine en lo que Zacharias Kunuk filma. Hay mitos, leyendas en los confines de la Tierra que mucho tienen que ver con la mitología que promulga el acostumbrado cine mainstream, si bien en términos muy diferentes. La leyenda de Atanarjuat ha morado en la vasta tundra ártica durante siglos, heredada a lo largo de generaciones que la han transmitido y alimentado hasta hoy. El guionista Paul Apak Angilirq decidió escuchar a un puñado de ancianos de la zona y plasmar la historia de aquel hombre en un guión de cine. Apak Angilirq nunca vio los resultados (falleció en 1998, antes de que se finalizara la película), pero hoy la constancia de esa leyenda se perpetúa en el primer filme rodado enteramente en Inuktitut, el lenguaje con el que se forjó el mito. Por obra y milagro del cine.
A propósito de Zacharias Kunuk, no es descabellado acordarse de Robert Flaherty. El impacto que hace casi una centuria ejercieran sus registros del norte canadiense (los mismos que se perdieron en un desgraciado accidente) sobre el público de la época, seguramente no están tan lejos de la fascinación que inspiran las imágenes que Kunuk grabó en la región del Mar de Baffin. Y sí, Nanuk, el esquimal, era inuit, como lo es o fuera Atanarjuat, como lo era la gran mayoría del equipo y reparto que llevó a cabo el proyecto. Tampoco escapa a nadie que las barreras entre lo documental y lo ficcionado en “Atanarjuat: La leyenda del hombre veloz”, no son menores que las que discutían (y con razón) la elección de “Nanuk, el esquimal” como título representativo del nacimiento consciente del documental. Aquí avistamos tintes de épica apenas insinuada, en el destierro de Atanarjuat (Natar Ungalaaq) o en sus esfuerzos por recomponer el status quo quebrantado por Oki (Henry Arnatsiaq), pero asistimos también a cuadros costumbristas que nos muestran la fabricación de utensilios, los cantos tribales o los duelos por el honor. Y es en estas mostraciones donde la cinta de Kunuk revela un valor incalculable.
Pero Kunuk también es un narrador lento y parsimonioso, contemplativo y confiado en que las maravillas mostradas, las miradas intimistas al microuniverso que se esconde bajo el iglú, pueden sobreponerse a las casi tres horas que alcanza el metraje. Hipnótica y cautivadora, unas veces, reiterativa y agotadora, otras, este tour de force mide sus logros en su condición de contador de mitos. Su mirada es, como mínimo, imprescindible para entender un pueblo a través de los relatos heredados. Su reflexión, necesaria en torno a la memoria y el cine como catalizador y relevo de la palabra. “Atanarjuat: La leyenda del hombre veloz” es preciosa que no preciosista, mínima en su vastedad y divisoria de enamorados y hastiados. Una película, en cualquier caso, de imposible parangón en el cine que nos tocó vivir.