La intención de Chus Gutiérrez es que nosotros también hagamos el viaje hacia una realidad paupérrima. “Retorno a Hansala” es cine testimonial en el mejor sentido de la palabra. Importa más la tesis que la historia concreta.
“Retorno a Hansala”, la nueva película de Chus Gutiérrez, nace con una intención bien definida: dar a conocer a los espectadores el rostro humano de la inmigración, las historias y el mundo que se ocultan tras esas cifras anónimas de ahogados en el Estrecho que escuchamos sin inmutarnos cada vez que los informativos dan la noticia del hundimiento de alguna patera. Y ese objetivo es el que lo sobrevuela todo y condiciona hasta el último fotograma que desfila por la pantalla.
Nada objetable, y no sólo por lo que de loable pueda tener esa intención. No es de extrañar que el esqueleto argumental sea mínimo y, en muchas ocasiones, previsible: la historia del dueño de una funeraria (José Luis García Pérez) que, en trámites de separación y con la seria amenaza de expropiación del negocio, discurre una vía para ganar dinero mediante la repatriación de los cadáveres de los ahogados. Una idea que pone en práctica cuando logra localizar a la hermana de uno de ellos (Farah Hamed) y a la que acompañará llevando el cadáver hasta su tierra natal, un cadáver junto con el que viajarán bolsas con la ropa del resto de los ahogados, con la esperanza de que alguien las reconozca y puedan hacerse más repatriaciones.
Muchos de los episodios argumentales los podríamos escribir de antemano, pero es que esa no es la principal preocupación de la directora. Su intención es otra, hacer que seamos nosotros también los que hagamos ese viaje hacia una realidad paupérrima que explique por qué esos desesperados intentarán una y otra vez llegar a España, aunque sea en las peores condiciones. Pero también será el choque con una cultura que sigue manteniendo vivas virtudes hace tiempo perdidas entre nosotros, como la solidaridad de toda la aldea con cualquiera que sufra penalidades.
Es ese aspecto documental el verdadero punto fuerte de una cinta que no va más allá, pero que en realidad tampoco quiere hacerlo, evitando así sacrificar un solo gramo de eficacia en pos de la asunción de un mayor riesgo artístico. Y es que la secuencia de arranque, un impresionante plano subjetivo que nos coloca en la perspectiva de un inmigrante que se ahoga ante nuestra costa, ya sirve como declaración de principios: vamos a asistir a una historia que creemos nos ha sido contada muchas veces, pero de la que en realidad no sabemos nada: las cifras, los datos, las estadísticas, van a tomar encarnadura, a convertirse en seres humanos con sentimientos con los que podremos empatizar.
Así, las interpretaciones de los actores principales (a los que se une la pequeña colaboración de algunos de nuestros mejores secundarios, como Antonio de la Torre, César Vea o Cuca Escribano) apenas hacen otra cosa que establecer un punto de referencia (especialmente García Pérez, cuyo punto de vista es el que nos guiará a lo largo de todo el viaje) que apuntale la presencia de un nutrido grupo de intérpretes no profesionales, y de una confluencia de lenguas y ritos que nos son eficazmente explicados para que comprendamos todo su significado. “Retorno a Hansala” se convierte en cine testimonial, en el mejor sentido de la palabra, e incluso en cine social: importa más la tesis que la historia, una mera excusa para quitarnos la venda de los ojos. Si algo queda claro es la necesidad de que exista un cine así. Lo que resulta más difícil de entender es que haya tardado tanto tiempo en llegar hasta nosotros, cuando propuestas mucho más inanes, surgidas igualmente del seno de nuestro cine, llegan a sucederse sin que importen verdaderamente a nadie.
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