Alicientes no le faltan, pero la vertiente del espionaje choca con el peaje de tener que dar a la pareja protagonista —Julia Roberts y Clive Owen— la importancia requerida en el metraje, lo cual acaba teniendo efectos contraproducentes.
Acudir al star system para “vestir” una película puede tener efectos contraproducentes. No en vano, la mayor parte de los comentarios en torno al estreno de “Duplicity” incidían una y otra vez en lo que es su principal gancho de cara a la taquilla: la presencia, al frente del reparto, de una actriz de magnetismo instantáneo para el espectador (Julia Roberts) emparejada con un actor en alza con el que, además, ha demostrado buena química (Clive Owen). Desde luego, un regalo para un director como Tony Gilroy, que con este segundo filme posiblemente busca consolidar su hueco en Hollywood, después de haber debutado con la prestigiosa, pero en el fondo no tan popular, “Michael Clayton”.
Sí, una fórmula que podría haber funcionado a la perfección si hubiésemos estado ante otro tipo de cinta: una de esas comedias tan anodinas como profesionales que Hollywood despacha a decenas cada año, vehículos estupendos para el lucimiento de sus estrellas en que los espectadores encuentran exactamente lo que van a buscar, sin complicaciones ni mayores ambiciones. Pero el problema es que lo que plantea Gilroy pretende ir más allá: como sucediera con su colaboración en los guiones para la trilogía Bourne, la elección del género del espionaje como tema para su segunda cinta se revela más como un punto de partida en el que los problemas de la identidad o la confianza entre las personas en un mundo extremadamente competitivo ocupan un espacio central (quizá no existen tantas diferencias entre dos agentes dedicados al espionaje industrial y cualquiera que se dedique a otro trabajo en una gran empresa).
Pero esta vertiente choca con el peaje de tener que dar a la pareja protagonista el metraje y la importancia requeridos, hasta el punto de que, por momentos, la trama parece rozar la comedia romántica. El despliegue de lujosas localizaciones alrededor del mundo parece responder, más que a las exigencias de toda cinta de espionaje que se precie, a la necesidad de buscar “marcos incomparables” que realcen el romanticismo de los sucesivos encuentros, narrados en flashback, de los personajes interpretados por Roberts y Owen. Que al final un poso ligeramente amargo, incluso cínico, planee en la mirada de Gilroy, sólo sirve para poner de manifiesto un desajuste en el tono que termina impregnando a un título desgraciadamente atascado en tierra de nadie.
Y eso que alicientes no le faltan: desde unos estupendos títulos de crédito a secuencias adrenalíticas (con suspense al estilo Bourne), elegantes planos o un reparto de intérpretes de primer orden (aunque uno echa de menos más presencia del personaje de Tom Wilkinson, una muesca más en el curriculum de un actor portentoso). E incluso, ideas de guión tan buenas como la aparente vulgaridad del secreto perseguido por las dos farmacéuticas enfrentadas, algo bastante pintoresco cuando estamos acostumbrados a espías peleándose por armas definitivas, fuentes de energía o elaborados planes para destruir al enemigo (o el mundo entero, ya puestos). Si a eso añadimos que la obligación autoimpuesta de que el argumento vaya dando más vueltas que una peonza, sorprendiéndonos con los consabidos giros en los que nada es lo que parece, terminamos encontrándonos con un collage de temas en los que la visión de conjunto, la obra cerrada, falla. Y es una lástima porque, tomados uno por uno, la película ofrece suficientes puntos de interés. No es desde luego una pérdida de tiempo, pero quizá Tony Gilroy se haya excedido esta vez a la hora de calibrar sus fuerzas.
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