Inocencia y perversión se dan la mano en una historia tan turbadora como tierna, tan explícita como liviana, tan brutal como serena. Todo un regalo que llega desde los helados páramos suecos con una advertencia: respetad a los más débiles.
Uno de los grandes fenómenos del cine comercial reciente ha sido “Crepúsculo”, arranque de las adaptaciones cinematográficas de la saga novelesca de Stephenie Meyer orientada a una platea adolescente hormonada y sin más pretensiones que gozar de la visión de brillantes efebos deseosos de famélica y lívida carne prohibida. Si en ella no encontramos nada a lo que aferrarse en términos de valoración cinematográfica ─desconoce quien estas líneas escribe las virtudes de los textos originales─, sí hemos de agradecerle ahora el excelente disfrute, casi sublime desahogo, que en comparación supone el desembarco en nuestras salas de una maravillosa joya nacida de la traslación a imágenes del libro del sueco John Ajvide Lindqvist.
Oskar (Kåre Hedebrant) es un niño de doce años inadaptado, retraído y objeto de sádicas burlas y castigos por parte de los matones de su escuela. Un día (una noche, más bien) conoce a Eli (Lina Leandersson), alicaída muchacha de su misma edad con la que entabla, por fin, una amistad verdadera. Pero ella es una vampira. Lo más sorprendente de “Déjame entrar” es la extraordinaria y espontánea facilidad con la que el drama más oscuro convive con el fantástico más violento, mágico y turbador, la naturalidad con la que las virtudes sobrenaturales de la pequeña surgen adornando una existencia recluida, presidida por la frustración de su alimentador, esclavo obligado y custodio diurno (sobrecogedor Per Ragnar). Así, su sobrehumana agilidad, su radicalidad asesina y su necesidad de alimentarse con la sangre de sus víctimas son aspectos que no chocan en exceso con su aspecto frágil y con la inocente relación que desarrolla con el esquivo y un tanto retardado jovenzuelo de incierta mirada y actitud taciturna.
En un entorno hostil por naturaleza, quienes son enteramente humanos se muestran azote y castigo de los más débiles de principio a fin ─el acoso escolar recuerda en mucho a la terrible “Evil”, dirigida por Mikael Håfström en 2003─, acelerando la espiral de acontecimientos y nutriendo las ansias de venganza de una pareja que vivirá un cariño más allá de la carne y que denotará una candorosa ternura plasmada a lo largo de un metraje conscientemente denso y pausado, que se recrea en cada secuencia con una presentación que invita a dejarse llevar por lo que casi podría considerarse una sucesión de idílicas postales nevadas en las que el brillo rubí de una gota de sangre no desentona por la belleza y plasticidad que dota al conjunto. Aportes casi olvidados del universo vampírico no faltan, concretados fundamentalmente en las pavorosas consecuencias que para un no-muerto puede tener el no contar con el favor del adorado a la hora de compartir el mismo espacio. Nuevo mensaje al palco: el amor todo lo puede, y bien vale sacrificar una existencia eterna por un momento junto al ser querido.
Poderosos sentimientos, pero que eluden la lágrima fácil. Porque “Déjame entrar” es cruda, intensa, brutal en su esencia y en el mensaje que transmite. Tan sensible como gore, tan dulce como salvaje, es un canto simultáneo a la infancia y a la pérdida de la inocencia, al despertar sexual y al respeto de la intimidad de cada individuo. Ante la humildad y elegante sencillez de esta propuesta de Tomas Alfredson poco importa lo desdibujados que quedan algunos de los personajes adultos, o lo innecesario de esa escena en la que los gatos, tradicionales nexos entre nuestro mundo y el de las oscuras criaturas que en él moran ocultas a la mirada de la mayoría, arremeten contra una víctima circunstancial desde la más limitada ─el presupuesto manda─ tecnología digital. Porque nada merecen ser tenidos en cuenta sus escasos defectos a la hora de dejarse llevar por la exquisita perversión que todo lo inunda, acompañándonos durante largo tiempo.