Hay vidas que merecen ser contadas. A lo largo de la Historia de la humanidad, el impulso de unos pocos siempre ha servido de inspiración para la mayoría, un grupo de personas capaces de dejar todo a un lado en aras de la consecución de un ideal que beneficiase a nuestra raza. Y el cine, por supuesto, es una maravillosa herramienta para perpetuar en la memoria colectiva el recuerdo de sus logros de cara a que no queden sepultados en el olvido con el paso del tiempo.
En la América de principios de los 70, la comunidad homosexual crecía en número, pero no en privilegios. Odiados y perseguidos por la sociedad, tan sólo algunos reductos urbanos como la zona de El Castro, en San Francisco, permitían a los gays vivir en paz y armonía, rodeados de los pocos que no tenían nada en su contra. En este entorno, un hombre decidió hacer frente a los poderes establecidos y luchar por sus derechos, arriesgándose a pagar un alto precio por su osadía. “Mi nombre es Harvey Milk” reúne los talentos de un extraordinario Sean Penn, que borda uno de los mejores papeles de su carrera logrando lo que todo intérprete pretende ─que el palco olvide que contempla a un actor y se centre en la humanidad del personaje que mimetiza─ y uno de los realizadores imprescindibles del cine independiente norteamericano moderno, un Gus van Sant que sigue inflexible en su ahínco a la hora de retratar pasajes, personas y episodios de la historia de un país cuya cultura no sería la misma sin el influjo de un conjunto de iconos populares incansablemente requeridos por las distintas disciplinas artísticas norteamericanas.
Sin embargo, los grandes beneficiados de esta propuesta son aquellos que circulan alrededor del rol central, con una meritoria mención especial para un Emile Hirsch realmente soberbio y unos estupendos James Franco, Joseph Cross y Josh Brolin ─que no cede en su empeño de crecer profesionalmente a marchas forzadas en los últimos tiempos─; incluso Diego Luna sale airoso ─aunque en menor medida─ a la hora de no sucumbir ante el trabajo de Penn, algo realmente complicado ya que comparte con él cada escena de su pequeño papel. A lo largo de un libreto coherente, sensible y humano, el guionista Dustin Lance Black firma un testimonio tan calmo como ameno y cercano, alarmante por el espantoso retraso social que dibuja, otro puñetazo directo al estómago del todopoderoso imperio yanqui, prehistórico en sus planteamientos y prejuicios hacia aquellos que no se ciñen a la opción sexual o emocional de la mayoría. Se agradece,también, la fidelidad del realizador a la hora de presentar los acontecimientos, huyendo de recursos fáciles y demostrando una vez más su madurez narrativa mostrando con sabiduría y sin fisuras las complicaciones de la reconversión de un comerciante en político de éxito a pesar de las trabas impuestas por quienes le rodean.
La veracidad que desprende cada instante del metraje se beneficia tanto de la estupenda banda sonora firmada por Danny Elfman como del soberano trabajo de ambientación que recrea de manera absolutamente creíble el momento en el que se desarrolla el relato, utilizando material documental original que no deja lugar a dudas sobre la autenticidad de lo que nos cuentan. Así, el resultado es una producción que no solamente logra ofrecer al espectador un biopic mayúsculo en sus pretensiones de rendir tributo a una figura extraordinaria, sino que consigue que nuestro interés no decaiga a pesar de bucear en los muchas veces fangosos terrenos del melodrama de tintes socio políticos, pesarosos si el tema retratado no cala en una audiencia que puede no saber a ciencia cierta a qué atenerse, por desconocimiento del referente o por simple falta de interés. Un triunfo.
Calificación: 8/10
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